(Este hermoso dibujo se lo afané a mi amigo Matías Otamendi sin previo aviso. Haciendo clic en la imagen pueden ir directamente a visitar su blog, lo cual recomiendo enfáticamente.)

Me gusta la palabra «trans» porque me suena a movimiento, a cambio, a avance, a vida. Una persona trans es por definición una luchadora y una artista. Las habrá mejores y peores, pero uno no puede dejar de reconocerle a cada una de ellas el mérito de haber cuestionado su propia identidad (la que la biología y la sociedad le adjudicaron sin consulta previa) y descubrir/inventar/conquistar una nueva. ¿Te das una idea de lo que eso implica?

Imaginate que desde que nacés te machaquen día y noche con que vos sos de una manera que no sentís propia, te obliguen a usar ropa que considerás un disfraz, te fuercen a actuar de una manera que te resulta artificial y te humillen si se te escapa algún gesto auténtico. Imaginate que durante la adolescencia las presiones sociales que sufrimos todos se multipliquen por diez, que los conflictos que tengas con tu cuerpo vayan mucho más allá de si te sobran unos kilos o tenés acné, que la crueldad de las burlas te tenga como blanco predilecto y que apunte a destruir tu autoestima ridiculizando una sexualidad que ni siquiera conocés bien todavía, y que incluso vivas con la constante amenaza de sufrir además ataques y abusos físicos de todo tipo. Imaginate que tu familia se avergüence de vos y te dé la espalda, que tengas que salir a ganarte la vida y ni siquiera consigas que te contraten para los trabajos más duros y peor pagos. Imaginate tener que vender tu cuerpo para sobrevivir, acostumbrarte a convivir con los constantes insultos y agresiones de miles de idiotas que se creen mejores que vos, resignarte a una vida de miseria y clandestinidad, recurrir a individuos inescrupulosos por falta de recursos económicos para modificar tu cuerpo, poniendo en riesgo tu salud y hasta tu vida, y cada noche salir a la calle sabiendo que existe la posibilidad de que sea la última, de que encuentren tu cuerpo tirado por ahí al otro día, lo cuenten al pasar entre las noticias, destacando los detalles más morbosos, y un par de días después ya nadie te recuerde.

Habrá casos de personas trans que tengan mejor suerte, pero no creo que sean más que excepciones. Una ley que te garantice un documento con el nombre que te representa, que te permita votar, estudiar, atenderte en un hospital o hacer cualquier otra cosa desde tu identidad y no desde la que te impuso el registro civil al nacer, es un gran paso adelante. Pero un paso adelante desde un punto de partida que está tan atrás deja todavía muchísimo camino por recorrer, y para lo que queda por delante de nada sirve esperar gestos políticamente correctos del gobierno ni de ningún sector político tradicional. No se trata simplemente de «solidarizarse con la lucha de una minoría oprimida» sino de pelear por un derecho humano que es el derecho a la identidad, que también incluye la identidad de género y de orientación sexual. Partiendo de una situación inhumana como la que sufren cotidianamente las/los trans hoy, el acceso similar al que tiene cualquier otra persona aunque más no sea a la educación y la salud públicas implica en los hechos un cambio importante en las posibilidades de vivir una vida más o menos digna, pero no cambia el hecho de que su misma existencia choque cotidianamente con un sistema que las/los condena a la marginalidad.

¿Sería posible un mundo donde los roles de género se adapten a las necesidades humanas, en lugar de ser a la inversa? Yo quiero un mundo donde tu identidad sexual y de género no determine si vas a poder trabajar, estudiar, tener hijos, casarte, desarrollar tus intereses artísticos o científicos, demostrar amor en público por cualquier persona que ames, o lo que se te de la gana. Estoy convencida de que sí es posible un mundo donde ni los padres ni los maestros se alarmen si ven que un nene o una nena juegan con muñecas o con autitos, donde se incentive a cada uno a desarrollar una personalidad propia en todo sentido en lugar de adaptarse a cánones establecidos, donde la originalidad y la rebeldía sean considerados virtudes en lugar de defectos, donde ser «raro» sea «normal». Eso es posible, sí, pero en un sistema racional, donde la producción esté al servicio de la vida y no la vida al servicio de la producción… capitalista. ¿Qué tiene que ver el capitalismo en todo esto? Fácil: mientras la gente no sea gente sino «mano de obra», los derechos que se le otorguen serán sólo los necesarios para que sigan trabajando en lugar de rebelarse. Cuando los oprimidos dejan de tolerar las injusticias que padecen, el Estado, cuyo rol es garantizar la continuidad del sistema capitalista, puede reaccionar de dos modos distintos, según evalúe más conveniente en el momento: reprimir o dar concesiones. En los momentos en que opta por lo segundo, suele surgir la esperanza de que «esto sea sólo el comienzo» y se siga avanzando en nuevas conquistas de manera gradual, pero lamentablemente esto es sólo una ilusión. Para ir más allá y poner en pie una sociedad nueva donde todos los humanos puedan aspirar a que sus «derechos humanos» sean una realidad y no sólo un slogan hace falta terminar con el capitalismo y, paradójicamente, es esa misma clase trabajadora que tantas veces expresa actitudes machistas y homo-lesbo-trasfóbicas la única capaz de protagonizar una revolución que derribe este inhumano sistema y haga materialmente posibles otras relaciones sociales, despojadas de la competencia capitalista y la opresión de todo tipo. Es en ese sentido que la lucha por la liberación de la humanidad es una sola, aunque aún falte mucho por andar incluso al interior de las organizaciones revolucionarias, que por estar integradas por personas nacidas y criadas bajo las actuales relaciones sociales, no somos inmunes a presiones horribles como el machismo o la homofobia, las cuales debemos combatirnos conscientemente todos los días para ser cada vez un poquito más humanos.